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El árbol de la vida no es una buena película... es otra cosa

En breve hablaré del palmarés de San Sebastián, pero hago un parón para hablar de la peli con la que arranqué esta edición, la misma que se ha estrenado en España como número uno en taquilla y que ha encendido cierto debate: o se la ama o se la odia. Me refiero a El árbol de la vida, la última película de Terrence Malick, la ganadora de la Palma de Oro en Cannes. Hay quien la defiende a ultranza y hay quién se sale del cine sintiéndose estafado. Y aunque me siento más cerca de los primeros, entiendo bien a los segundos. Vi El árbol de la vida después de 5 horas de viaje Madrid-San Sebastián, después de pelearme con los parquímetros de Donosti, coger las acreditaciones y correr literalmente para llegar al cine.
Vi la película a las 16:30 de la tarde, sin comer -no había dado tiempo- y en una incómoda sala llena hasta la bandera (el modo cómo estamos viendo la prensa las películas en el festival da para un ensayo). Como iba avisada era consciente que las condiciones no me iban a ayudar a disfrutarla. Y no me puse nerviosa ante un ritmo que a ratos se hace lento, ni me impacienté por atar cada cabo de la historia... Mentiría si negara que hubo momentos de la película que se me hicieron arduos, que hubo detalles que me parecieron ridículos. Si, lo reconozco. Como reconozco que, al mismo tiempo, la película me habló a un nivel que el cine no suele hablarme. Que no me habla casi nunca. Quizás es que El árbol de la vida habla al alma. Malick ha construido una bellísimo oración, un profundo diálogo del hombre con su Creador, una inquietante reflexión sobre el sentido de la vida y de la muerte, un ensayo inacabado sobre qué significa ser hombre, una poesía sobre la infancia y el fin. Y la ha pintado con impresionantes imágenes y la ha rodeado de una música subyugante. Y todo es tan bello y tan humano y tan intenso y tan doloroso y tan esperanzado… que “le perdono” a Malick que no haya rodado una película. Eso, ya lo hacen otros.  

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