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Lo confieso: la apabullante campaña pro-Oscar de los Weinstein me está saturando un poco y le está quitando brillo a una película que me deslumbró hace un par de meses cuando la vi. La suerte es que, lo escrito, escrito está, y aquí está la crítica, publicada hoy en la web de Fila Siete pero escrita mucho antes (esto es lo que tienen los portales+revistas mensuales) cuando The artist era solo eso; una pequeña y maravillosa carta de amor al cine de siempre.
Reconozco que no me resulta fácil escribir de The artist, y no precisamente porque sea una mala película o porque no me haya gustado, sino porque -a priori- es de ese tipo de películas con muchas estrellas que hacen arquear las cejas del lector y descartarla bajo la categoría "de cinéfilos".
The artist es una película en blanco y negro y muda que habla de cine. Es decir, uno de esos productos que enamoran a la crítica y que suelen espantar a los espectadores. Sin embargo -conviene dar este dato cuanto antes- The artist ha ganado el premio del Público tanto en el Festival de San Sebastián como en el Festival de Cine Europeo de Sevilla. Algo tiene una película cuando el público la vota.
El francés Michel Hazanavicius ha rodado una bellísima carta de amor al cine y para eso ha escrito una historia poco original -todo hay que decirlo- sobre un famoso actor al que le cuesta dar el salto del cine mudo al sonoro y una joven que se convierte en estrella precisamente gracias al sonido. Lo interesante en The artist no es el argumento -varias veces visitado en la historia del cine- sino los recursos de lenguaje cinematográfico que Hazanavicius utiliza. El realizador francés ha querido rodar no sólo con las limitaciones que había hace 80 años -sin sonido, sin diálogos, en blanco y negro- sino también con el entusiasmo, el optimismo y la ingenuidad de esos años cuando el cine era magia, vida. Cuando las historias y los personajes se construían con sencillez, a partir de pasiones humanas muy básicas -el amor, el odio, la vanagloria, la envidia- pero quizás más verdaderas por más reconocibles. Cuando el director de cine era un artesano que mimaba cada plano porque no había efectos especiales que rellenaran un despiste y cuando el actor ensayaba cada gesto porque la película era eso, él, su gesto.
Hazanavicius ha dirigido esta película convirtiéndose él mismo en un antiguo director de cine y ha cuidado cada escena -dibujando un complejo story-board-ha trabajado al detalle la iluminación, ha ensamblado con maestría una expresiva banda sonora, ha seleccionado unas estupendas localizaciones y ha dirigido con brillantez a sus intérpretes.
Y le ha quedado una película bellísima, que conecta con el mejor cine clásico, que ha convencido a la crítica y ha deslumbrado a los espectadores.
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