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Esta mañana mandé mi crítica de Los juegos del hambre a la revista que me da de desayunar. Y os la dejo aquí. Pero a lo largo del día he recibido una decena de whatsapp (invento diabólico al que me he sumado hace poco y que va a acabar con el escaso equilibrio psíquico que me queda) de padres y madres amigos con hijos adolescentes preguntándome por la película. Supongo que a ellos les dará igual si a mi me ha gustado o no la manera de rodar las peleas. Lo que quieren saber es qué contestar a su hijo de 12 años cuando le diga que qué le parece que vaya al cine a ver una peli de chavales que se matan entre ellos. Mi consejo es que vayan con sus hijos al cine, que disfruten de la peli y que luego hablen con sus hijos, pero como habrá más de un padre reticente e hijos no dispuestos a compartir butaca con sus progenitores ahí van algunos apuntes. Por si sirven.
Hace tres años, Suzanne Collins,
una escritora americana de guiones de televisión reciclada a la literatura
infantil escribió una novela para jóvenes que se convirtió en best-seller y,
como consecuencia, en trilogía. La saga ha vendido más de 2’5 millones y medio
de ejemplares en 47 paises y ha creado una especie de fiebre adolescente que,
hasta ahora, solo habían provocado magos y vampiros.
Con estos antecedentes la
adaptación a la gran pantalla no se podía hacer esperar y ha llegado de la mano
de Gary Ross (director de Seabiscuit). Collins no tiene dudas a la hora de
encontrar la referencia de su historia: el mito de Teseo y el minotauro, las
películas de gladiadores que convertían las ejecuciones en entretenimiento… y la
televisión actual. Y de todo eso hay en un argumento oscuro y truculento que
cuenta la brutal competición de 24 adolescentes por la supervivencia (la suya
personal y la del estado al que representa cada uno). Una competición televisada
como si fuera un espectáculo de masas y que convierte a los jóvenes en
auténticas maquinas de matar.
A través de un esquema de cine
de acción y aventuras, con una poderosa banda sonora de Newton Howard y unas convincentes interpretaciones lideradas
por Jeniffer Lawrence, la cinta se adentra en unos juegos que conectan con lo
más turbio de la naturaleza humana: el afán de poder y dominio, la codicia, la
fascinación que puede producir la violencia, la curiosidad que despierta la
explotación del morbo. Todo muy bajo, muy ruin, muy primario… y muy
reconocible. Hay también contrapunto en forma de valentía, amistad y amor. Sin
estas tres breves, pero intensas, subtramas (una de ellas más larga pero tratada
de forma equívoca porque deja el desarrollo para la secuela) la película se
vendría abajo.
Con todo, es una película asfixiante
porque –quitando estos apuntes- no hay apenas moral, ni en los verdugos (algo
clásico en todo relato que se precie) ni en los supuestos héroes, que, a pesar
de sus decisiones memorables, caen también después (no con tanta fuerza) en la
mentira, la fabulación y la venganza… porque tienen que sobrevivir. Alguno
podría decir que se trata de una defensa de una moral de mínimos o una defensa
de “el fin justifica los medios” pero no hay que olvidar que la historia transcurre
en un mundo donde se ha suprimido la libertad de los individuos y donde se ha eliminado toda trascendencia (el único dios es el gobierno del Capitolio, con una iconografía
que recuerda -no creo que inconscientemente- a la de los regímenes comunistas
del telón de acero). Un mundo que ha convertido a los hombres primero en
esclavos y luego los ha reducido a bestias, a veces, con su consentimiento
(como es el caso de los ciudadanos del Capitolio, enganchados al obsceno
espectáculo que se les televisa). En un mundo así, es difícil pedir heroísmo y
grandeza porque donde no hay libertad es sencillamente
imposible que haya moral (ni de mínimos ni de máxinos). No se puede pedir peras al olmo. Y en ese sentido, Los
juegos del hambre puede ser hasta un relato moral para los jóvenes, un oscuro
espejo que muestra donde puede llevar una sociedad en la que no se respeta la libertad
de las personas, donde se excitan los más bajos instintos, donde solo importa
lo material y la imagen y donde se ha perdido el sentido de la trascendencia. Frente a tanta inconsistencia crepuscular (fílmica y argumental) bienvenidos sean unos -si, duros y turbios- juegos que hacen pensar.
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