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Dino Fabrizzi es un italiano locuaz y simpático. Vende
coches, maseratis, para más señas y la vida le sonríe: está a punto de ascender
en el trabajo y la relación con su novia va sobre ruedas (por seguir con el
símil)… El único fallo es que Dino Fabrizzi en realidad se llama Mourad y no es
italiano sino franco-argelino y musulmán. Su doble vida peligra cuando se vea
obligado a cumplir el Ramadán.
La fórmula de Quiero ser italiano
es prácticamente la misma que la de Intocable. Un tema humano tratado de forma
cómica y con una cierta moralina, un personaje carismático –interpretado
por un actor solvente, aquí, Kad Merad (Bienvenidos
al Norte, Los chicos del coro)- y un indisimulado afán de tocar la fibra
(la sensible, se entiende) sin pasarse.
Con estos ingredientes se puede decir que Quiero ser italiano es una película digna que ni molesta ni
permanece en la cabeza mucho más tiempo que en la retina. No hay nada que
chirríe especialmente pero lo cierto es que, si Intocable (película sobrevalorada en mi opinión) mantenía el tono
cómico hasta el final, a Quiero ser
italiano se le corta pronto la risa. En cuanto se agota la broma del ayuno,
las abluciones y la abstinencia sexual, la cinta demuestra su agotamiento. Y
cuando la historia se te agota tienes dos opciones: o tiras de exageración o
cambias de película. Aquí –afortunadamente, por otra parte-ocurre lo segundo: la
comedia se convierte en dramedia. Una dramedia bienintencionada. Y no está mal.
Pero eso, es otra película.
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