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Crónica publicada en Fila Siete
En definitiva, un palmarés que –excepto alguna pequeña sorpresa- podría haberse firmado muchas horas, incluso semanas, antes. Por eso la emoción ayer no estaba en los premios sino en la propia Gala y en algunos momentos: la presentación de Almodóvar –que se cerró con una puya al ministro que no gustó, por maleducada y fuera de tono, ni a sus incondicionales-, la presencia de Penélope que entregó el último Goya a toda caña consciente de que hacía tiempo que el público se estaba aburriendo de lo lindo y el discurso de Antonio Banderas. Un discurso que, a pesar de su largo metraje, fue magnífico. El actor malagueño elevó el nivel de la Gala criticando la mediocridad cultural del ciudadano medio, uniendo el cine con la pintura, la música y la literatura, alabando a los clásicos españoles y citando a personajes cumbre de la cultura patria, desde Goya –por supuesto- y Velázquez, hasta Falla, Cervantes, Albéniz, Buñuel y Erice. Sus palabras sonaron bien en un auditorio que quiere hacer La isla mínima, y a veces la hace, pero otras veces –demasiadas- pacta con mentiras y gordas, tira por la calle de en medio y rueda productos que de cultura tienen bastante poco. También acertó Banderas al poner en su sitio las clásicas quejas de los actores -“en esta profesión siempre hay crisis, siempre hay caos”-. Le faltó decir “en el pecado, la penitencia” o “sarna con gusto no pica” (que no son frases equivalentes pero casi y sirven para explicar lo que dijo Banderas con muchos más circunloquios).
Pocas sorpresas. La isla mínima arrasó en unos premios
que estaban cantados desde hace muchos meses. En realidad, desde que se estrenó
la película. Alberto Rodríguez ha rodado un thriller perfectamente hilvanado,
cuidado hasta el detalle. Y la Academia premió este trabajo con 10 Goyas (mejor
película, director, guión original, actor protagonista, actriz revelación,
canción, música, montaje, fotografía y dirección artística). Merecidísimos todos
y cada uno de ellos.
Pese al rodillo de la película
de Alberto Rodríguez, el palmarés fue lo suficientemente justo y estudiado para
que estuvieran representadas todas o casi todas las grandes películas del año. El Niño, que partía con 16 nominaciones
pero con muy pocas posibilidades, se llevó 4 Goyas que premian especialmente un
esfuerzo de producción y técnico (mejor dirección de producción, efectos
especiales, mejor canción y mejor sonido). Sorprendió y fue valiente la
Academia devolviéndole a 8 apellidos
vascos una parte del éxito que le ha dado al cine español (y a las
arcas/orcos del Estado en chiste de Dani Rovira). 3 Goyas: mejor actor de
reparto (Karra Elejalde), mejor actriz (Carmen Machi) y mejor actor revelación
para el propio presentador de la Gala, Dani Rovira. Mortadelo y Filemón ganó dos Goyas (animación y guión adaptado) y
se fueron también a casa con un Goya Magical
girl, Musarañas, 10.000 km y Paco de Lucía, la búsqueda.
En definitiva, un palmarés que –excepto alguna pequeña sorpresa- podría haberse firmado muchas horas, incluso semanas, antes. Por eso la emoción ayer no estaba en los premios sino en la propia Gala y en algunos momentos: la presentación de Almodóvar –que se cerró con una puya al ministro que no gustó, por maleducada y fuera de tono, ni a sus incondicionales-, la presencia de Penélope que entregó el último Goya a toda caña consciente de que hacía tiempo que el público se estaba aburriendo de lo lindo y el discurso de Antonio Banderas. Un discurso que, a pesar de su largo metraje, fue magnífico. El actor malagueño elevó el nivel de la Gala criticando la mediocridad cultural del ciudadano medio, uniendo el cine con la pintura, la música y la literatura, alabando a los clásicos españoles y citando a personajes cumbre de la cultura patria, desde Goya –por supuesto- y Velázquez, hasta Falla, Cervantes, Albéniz, Buñuel y Erice. Sus palabras sonaron bien en un auditorio que quiere hacer La isla mínima, y a veces la hace, pero otras veces –demasiadas- pacta con mentiras y gordas, tira por la calle de en medio y rueda productos que de cultura tienen bastante poco. También acertó Banderas al poner en su sitio las clásicas quejas de los actores -“en esta profesión siempre hay crisis, siempre hay caos”-. Le faltó decir “en el pecado, la penitencia” o “sarna con gusto no pica” (que no son frases equivalentes pero casi y sirven para explicar lo que dijo Banderas con muchos más circunloquios).
Había también expectación por
ver si Dani Rovira conseguía animar una Gala que, desde hace años, funciona
como un somnífero. La respuesta es sí a las dos cosas. Es decir, Dani Rovira
animó la fiesta…que siguió siendo soporífera. Pero el problema no fue de él
sino de unos programadores que han debido de olvidar que la Gala de los Goya es
pura matemática. O dicho de otro modo, de unos programadores, escaleteadores o
como se llame que se han olvidado de sumar y restar.
Me explico: 8 apellidos vascos dura 98 minutos, 90 sin títulos de crédito. Una
hora y media justita. Más de media España se ha reído con 8 apellidos vascos. Ahora imaginen que 8 apellidos vascos dura tres horas y media. Que Dani después de
viajar a Euskadi a conquistar a Clara se va a París a hacer un Erasmus y Karra
se lleva de viaje de novios a Carmen Machi y, entre medias, hay un concierto de
un cantautor vasco y luego meten un número musical y luego un trozo de banda
sonora y después dos bloques de anuncios con las nuevas aventuras de Dani en la
Feria de Sevilla. La muerte.
No estoy comparando la Gala con 8 apellidos vascos, entre otras cosas,
porque 8 apellidos vascos tiene dos
pedazos de guionistas –absolutamente ninguneados, por cierto- y el guion de la
Gala dejaba muchísimo que desear. Pero es que, aún teniendo un buen guión y un
buen presentador, no hay humano que resista una Gala de tres horas y media.
Dani Rovira empezó regular,
nervioso, pero después mejoró y estuvo simpático y educado en una Gala menos
política y en el que la gente estaba menos tensa que otros años (eso en la
alfombra roja se nota mucho y este año el buenrollismo fue máximo). Hubo
momentos muy buenos –el minuto cronometrado de agradecimientos o sus paseos por
la platea- y momentos muy malos -¿a quién se le ocurrió lo de los trailers?-
pero en conjunto fue un presentador más que decente. El problema es que Gala se
fue desangrando lentamente, cada numerito musical intercalado era un rejón más
y el toro que empezó más o menos brioso llegó muerto mucho antes de que el
equipo de La Isla mínima recogiera su
último y definitivo Goya.
Año tras año se repite la
historia. Una historia que no beneficia al cine español y que no tiene por qué
repetirse. Como en las buenas películas, todo –o casi todo- es cuestión de tijeras
y montaje. ¿Cuántos premios hay que repartir? Se hacen los cálculos, se
multiplica…y se empieza restar y a recortar y a sacar de la Gala lo que haya
que sacar –lo del IVA ya lo ha dicho González Macho muchas veces y es un hombre
discreto que con dar un premio se conforma- y a no meter lo que no haya que
meter –ni violines, ni organillos, ni cantantes-. Con todo el cariño, a la
papelera.
Sería una pena, que ahora que
tenemos lo más difícil –películas y público- fallara lo sencillo. Así que,
señores académicos: Tijera, matemáticas…y la próxima Gala que la escriba Borja Cobeaga
y Diego San José.
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