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En largo: Suite francesa

A Suite francesa le sucede lo que a muchas buenas novelas adaptadas al cine: que la pantalla grande se queda muy pequeña. O, lo que es lo mismo, que al lector convertido en espectador la película se le queda corta, que lo que transmiten las escenas –por cuidadas que luzcan– está a años luz de lo que él sintió absorbido por la lectura.


Quien haya leído la magnífica novela de Irène Némirovsky echará de menos muchas cosas, demasiadas, entre otras razones porque no es fácil llevar al cine una novela que, desde su estructura –diferentes relatos– hasta su tono –intimista y construido en gran parte a través de diálogos interiores–, se resiste al proceso de simplificación que toda adaptación al cine exige. Esta versión se ciñe solo a un relato de la novela –el que cuenta el romance imposible en la Francia ocupada entre una francesa y un oficial alemán– y, para no complicarse la vida, opta por convertir los parlamentos internos en una socorrida voz en off. La puesta en escena es muy buena, pero Saul Dibb (La duquesa) manifiesta claras limitaciones para mantener el ritmo de la narración y hay fallos claros de dirección y montaje.

Y, sin embargo, esta es una película valiosa. En primer lugar, porque, aunque diluida, conserva la voz de Némirovsky, una mirada moral y profunda hacia el ser humano en condiciones difíciles como lo son las de una guerra. “Si quieres conocer de verdad a un hombre, haz que estalle una guerra”, se dice al principio de la película. Y lo que se cuenta en menos de dos horas no es sino una serie de decisiones morales de personajes individuales que van haciendo que el mundo –en este caso, ejemplificado en el “pequeño mundo” de un pueblo francés ocupado por los alemanes– se mueva en uno o en otro sentido.

Suite francesa no tiene subtramas… o, mejor dicho, tiene tantas como personajes, personajes que comparten profesión, país o sentimientos pero que son seres personales e intransferibles. Hay soldados alemanes que respetan al enemigo y otros que abusan; los hay que se enamoran y otros que intercambian sexo; hay franceses que delatan y franceses que protegen. No hay buenos y malos. Hay hombres que eligen y actúan y evolucionan, o no (magnífica, por cierto, una envejecida Kristin Scott Thomas). Y en el epicentro de estas vidas la historia de amor de los dos protagonistas que pelean consigo mismos para que ni la pasión, ni la vulnerabilidad de sufrir un engaño, ni las circunstancias de la guerra se lleven por delante lo que –en realidad– son. El combate es sorprendente y mucho más romántico que la gran mayoría de simplones flechazos que el cine nos cuenta últimamente. Para encarnar esta historia de amor, una buena actriz –aunque no del todo bien dirigida en esta ocasión–, Michelle Williams, y un emergente Matthias Schoenaerts (De óxido y hueso), que aporta a su personaje una intensidad y contención prodigiosa.

Crítica publicada en Aceprensa

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